Algo raro sucedió ese fin de semana, no sé si se acuerdan, y en la mitad de octubre llovió, un montón. Cuando terminamos de trabajar, solamente en el Montero esa vez, las calles estaban mojadas y hacía frío. En San Felipe eso es rarísimo en esa época, así que me fui despacito y con cuidado a casa porque el pavimento estaba muy resbaloso con la combinación de agua, polvo y aceite.
A la mañana siguiente seguía lloviendo pesado, la excusa perfecta para quedarse hasta tarde en camita, pero los perros estaban esperándome en la mitad del patio a plena lluvia para la corrida sagrada matinal. Cómo lo hacen estos tipos para saber que es domingo? Carmen me sacó a patadas, gentilmente, de la cama y me vestí livianito para salir a mantener mi promesa.
Genial… fue un verdadero placer correr bajo la lluvia de nuevo después de muchos años. Aire fresco, pocos autos, temperatura ideal, refrigeración natural… perfecto, y los perros estaban dichosos.
Lunes. Desnudé el techo del Montero y con la ayuda de Alejandro saqué el aparatoso y pesado bulto de la ventana corredera. Se llovió en la mitad de la Patagonia, algo no muy agradable, sobre todo para Carmen que recibió toda el agua fría en la cabeza, y se había oxidado hacía mucho en el ambiente salino antes de que lo comprase. También tenía el repuesto, obtenido de otro Montero con menos suerte, y tan pronto pude lo lubriqué e instalé y comprobé que funcionaba correctamente. Bien.
Ya que estaba, reemplacé los cuatro amortiguadores por un juego nuevo Rancho ajustable. No estaba muy convencido, eso sí, de que iba a tener ganas de tirarme debajo del auto para cambiar el ajuste en medio de un barrial y bajo la lluvia. En fin.
Bueno, usando cada minuto disponible al siguiente sábado, Edie preparó las piezas de metal y plástico para pintarlas mientras yo estaba ocupado en otros menesteres. A cada mano de imprimante corregía y corregía imperfecciones que eran reveladas por el producto, y lijaba como loco hasta el punto de dejarlas listas para la pintura.
